lunes, 13 de junio de 2016

Crónica del joven poeta.




Conseguí que algunas noches se detuviesen frente a mis ojos.
Viajé por muchas ciudades y algo de mí se quedó en todas ellas.
Traté de describir el horizonte en 140 caracteres
pero el horizonte jamás supo describirme a mí.
Hablé de Bukowski, sosteniendo una botella vacía,
sin que ni siquiera me temblasen las manos.
He sobrevivido a la muerte varias veces en poco tiempo.
Me he partido en dos frente a un espejo roto
en cuyas grietas
se detienen las sombras de mi vida.
He corrido con los ojos cerrados
para intentar alcanzar el corazón del frío.
Busqué razones para desangrarme, aprendí a estar hambriento,
traspasé mi propia piel
para acariciar la fiera que nace dentro de mi pecho.
He buscado -sin éxito- en el incendio de mis cuadernos
las claves para desencriptar las contraseñas del lenguaje.
Me he arrastrado sobre el papel como un lobo herido.
He dejado sueños olvidados en el cráter de una almohada vacía.
¡Ya no me asusta el vértigo de rendir cuentas
frente a los destellos del recuerdo!

Pues ahora que
 sigo siendo el mismo
-o apenas nadie-
me he dado cuenta de que
ni siquiera sé escribir
y sólo intento caminar descalzo
por encima de la nieva
sin quemarme los pies.

domingo, 29 de mayo de 2016

Balada triste de mayo

                    
foto: elvocero.com


                                             A mi abuela.

Hubo heladerías, tartas de cumpleaños
y bufandas de lana.
Era el blanco y negro de los televisores
el fotograma que ardía en tu vida.
El retrato en sepia de mi abuelo
que llevabas contigo
en aquel tren con el que cruzabas
al otro lado de España
también formó parte de mi infancia.
Las manos te olían a pescado
y los escaparates de las zapaterías
dibujaban los rasgos de tu serenidad.
También hubo inviernos en los que
te interponías a mi padre
que me indultaba de alguna bofetada
cuando la luna desde mi ventana
 me velaba con tus ojos
aquellas noches que avanzaban con paciencia
y yo llegaba demasiado tarde.
De la guerra no quisiste hablarnos demasiado
sólo que fuiste padre y madre de mi madre.
Recuerdo la foto en la que comencé a ser marinero,
los candelabros
y el nacimiento de algunos primos en tus estanterías.
Tuviste algunas rosas en ese patio
donde te he visto llorar algunas veces
cuando el destino era como la soledad
que describían tus ojos.
En los últimos tiempos
se apresuró el mundo
 y yo te decía: "prometo llamarte más"
aunque desde entonces
sólo despedimos juntos algunos años.
La alegría te desbordó
cuando tu bisnieta se sentó
por primera vez sobre tus rodillas.
Volviste a Madrid,
-esta ciudad de la que nadie vuelve-
y Madrid se quedó contigo para siempre.
Empezaste a morirte un 20 de mayo
y una quietud rodeaba tu frente,
pero tu cuerpo se negaba a creer
que la muerte está
entre las leyes de la vida.
Era tan solo hace unos días
cuando tus 94 se apagaban en mis dedos
y tú ya no parecías mi abuela
sino tan sólo el rictus clavado
de quien se abandona
a la suerte de una historia muda.
Sentí el final del horizonte
en las grietas de tus manos,
mi madre que
ni siquiera pudo despedirte dignamente
lloraba a escondidas.
Y te fuiste, abandonaste esa habitación
de luces tan pálidas como tu nombre
sobre el papel amarillento de Interfunerarias
frente al que discutíamos
porque nadie quería hacerse cargo de tus recuerdos.
Ahora eres las baldosas rotas de una casa vacía,
el lenguaje de ganchillo blanco de una mesa,
dos hermanos, un notario,
los trastornos de un mal seguro de decesos.
Ahora eres los tranquilizantes de mi madre,
el recuerdo que reposa sobre la perdida,
la extinción, la sombra, la huella,
parte de una noche
que termina en este poema
con el que pretendo
recordarte
para siempre.

jueves, 5 de mayo de 2016

Poema generacional





Levantarse a las nueve los sábados. 
Tener pastillas en el cajón en lugar de preservativos.  
Llevar el reloj adelantado y contratar un seguro de vida. 
Asistir al dentista, hacerse una quiropodia.  
Mostrarte al mundo con una foto de tu sobrina.
Estar cansado, descubrir la realidad tal como es 
y pensar en las consecuencias de tus actos.

Hacer cocido los domingos.
Encontrarte un lunar que crece frente al espejo.
Recibir cartas del banco y de la compañía de gas. 
Cambiar la lámpara del baño y los muebles de sitio.
Recordar el cine donde pusieron un Zara. 
Redescubrir el western y los concursos de televisión.
Morir en el sofá los viernes por la noche. 
Sentirte molesto con los ruidos de los vecinos. 
Entender las noticias de economía y abrir una botella de vino tinto.
Dejar el ron para pasar al gin y el rock para pasar al jazz, los albergues por hoteles
 y las web de alquileres por las páginas sobre venta inmobiliaria. 
Perder amigos y encontrar conocidos.
Invertir cada vez menos espacio y tiempo en uno mismo.
Dejar el tabaco, aparcar esa idea romántica del inconformismo.
Domesticar enfermedades crónicas como el desamor y el miedo a la muerte.

Pero creer principalmente y
a pesar de todo que
aceptarse a uno mismo
es la mejor manera
de cambiar el mundo.

(Aquí repito una versión de aquello que un día escribí con letra pequeña).

domingo, 10 de abril de 2016

Butacas separadas




A veces me pregunto
si estamos viendo la misma película.
La luz del proyector
encuentra en tus ojos
al tren que cruza la medianoche,
al pistolero herido,
al androide enamorado.
Suenan disparos en tu mente
y dos coches se persiguen,
Lawrence cruza el desierto
y Dennis mantiene
-siempre-
su avioneta en el aire,
los puentes de Madison arden
como el amor en los poemas.
Ingrid Bergman mira
a Humphrey Bogart
y se detiene la lluvia.
La vida es un rodaje en travelling
que ocurre en las pantallas de la mente
y quizás se acabe la kriptonita
-o la tarta de arándanos-
pero el Cinema Paradiso
mantiene siempre sus puertas abiertas.
Los destellos de la luz se detienen
tras los títulos de crédito
mientras se apagan los neones
de todos las calles
y puede que esta noche
Harry no encuentre a Sally
pero yo te buscaré en mi ventana
cuando el resplandor de la luna
encierre todas las escenas de este día
y me responda
con su incandescencia
a la pregunta de
si estamos viendo la misma película.

martes, 22 de marzo de 2016

00:47 - 01:05

Foto: bambi012-Tumblr


00:47
La luna ya resbala
entre el colchón y tu cuerpo,
las luces de los puentes
se encienden
por las rendijas de tus brazos.

00:48
Cuando te veo dormida
parece que son los muelles
quienes navegan hacia los barcos.

00:51
Abrazas la almohada
como quien camina de puntillas
por las márgenes del tiempo.

00:54
Extendido en su paisajismo
tu pelo
parece el final de la vía láctea.

00:56
La luz de la noche
acaricia 
tus libros doblados.

00:57
Me tumbo a tu lado
como quien se acomoda
bajo la sombra
de un cerezo en flor.

01:00
Una estrella cae
y el reloj de pared
anuncia
el final del invierno.

01:02
Busco en tu espalda
esa parte de ti
que ni siquiera tú conoces.

01:03
Como la nieve
mi nariz encuentra en tu piel
su pálido reflejo.

01:05
Este verso te hace abrir los ojos,
"buenas noches", me dices.
Lo mejor de los sueños
es la realidad que te despierta de ellos.

domingo, 20 de marzo de 2016

AUNQUE TÚ NO LO SEPAS



(...)Aunque sólo me escuche una silla vacía
será firme mi voz.
 

lunes, 14 de marzo de 2016

La primera cita



(Le odias pero, a la vez, te sientes extrañamente atraída por él. En tu mesa de trabajo encuentras nota que dice: "Te invito a cenar") . Bajo estas directrices escribí, ya hace tiempo, este texto para un taller de literatura impartido por la escritora Izara Batres.

Lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia -meditaba Amanda en su monólogo interior mientras pensaba en Mauro.

 Al principio su imagen me traía a la mente un mundo reinado por las compañías de seguros, las chuletas de cerdo y la contraportada del periódico As. Le solía llamar Nacho, quizás porque en esa primera impresión me recordó a Ignatius, Ignatius Reilly, ese personaje de la "Conjura de los necios" que podría comerse diez salchichas sin manos, absorbidas directamente de la bolsa. 

 Amanda estaba  sentada  con la mirada perdida en un pequeño espejo. Su mano sostenía un lápiz de ojos. Frente a ella su pastillero, un vaso de agua, un pintalabios abierto como un dedo índice decapitado y un papel amarillo con una mancha de chocolate: una nota.
Mientras se maquillaba, ordenando sus pensamientos que viajaban en doble dirección, repasaba mentalmente las palabras que utilizaría en su próxima sesión frente al psiquiatra.

Pero, ¿por qué? ¿Por qué  fue Mauro y no otro el que se coló en mis sueños? Lo recuerdo con exactitud. Estábamos cenando o quizás era una merienda. A Mauro le gusta merendar. Siempre hay migas sobre su teclado y, en su cajón, hay suficiente reserva de galletas de limón como para abastecer a toda la oficina en caso de un ataque nuclear.
Recuerdo que en la mesa no había velas, ni cubiertos de plata, ni tapones que descorchar, tan sólo mucha comida. Mauro estaba frente a mí y su cabeza era como un globo de helio que podría flotar y explotarse con cualquier objeto punzante. Mantenía las piernas cruzadas cuando reparé en un trozo de carne peluda que brillaba entre el calcetín y el pantalón, y mientras retorcía con los pies sus zapatos sucios, yo pensaba levantarme ladrando y morderle los tobillos, pero en lugar de eso, dejé atrás mi silla y conseguí dar tres pasos. 

-"¡Amanda!" -pronunció Mauro como sorprendido- y mi nombre fue como el viento en los labios de un suicida. Cuando me quise dar cuenta estaba frente a sus ojos que, como gritos silenciosos de amor, me decían: ¡Bésame! Si de verdad existe el magnetismo, éste estaba ahí. 

Entonces le besé. Apenas duró un instante, pero fue como una tormenta que entró por las montañas de mis brazos, una tormenta cuyos truenos provocaron una pequeña sacudida en mis piernas dormidas. Luego desperté. Desperté igual que David tras vencer a Goliat, igual que un nadador capaz de terminar a nado una travesía contra la corriente del río más poderoso.
Podría decirse que Nacho, digo Mauro, desordenó el puzle de muerte de mis sueños. Sí, la muerte, esa muerte que como un barco alcanza mis costas a oscuras, la misma muerte que de un tiempo a esta parte hiela mis noches y se presenta como una pesadilla que separa mis días. Siempre la misma pesadilla: Venus brillando, el motor de un coche rugiendo por las serpenteantes carreteras de la costa, un animal -mitad oso y mitad lobo- entre el coche y la luna, luego el impacto, el vértigo tras ver durante unos instantes toda mi pasado cruzando las pantallas de mi frente hasta que finalmente despierto sobresaltada, aullando, para luego estirar un brazo hasta alcanzar el frasco de las pastillas.

Amanda separó los ojos del pequeño espejo para descender hacía el papel amarillento: “la nota”, que volvió a leer como quién intenta descifrar algún mensaje en ese espacio que queda entre las palabras:

Tengo un plan. ¿Cenamos esta noche?

Luego fijó sus ojos en la mancha de chocolate reavivando, una vez más, su monólogo interior.

Así es Mauro, como esta nota –pensó- o como la mancha de chocolate de esta nota: un poco de dulzura bajo una masa viscosa. 

 Recuerdo cuando hablamos por primera vez, fue en la sala de descanso. Tan solo unos minutos. Yo estaba sola. Clavada como siempre en mi silla. Mauro luchaba contra la máquina dispensadora de chocolatinas  y perdió la guerra, entonces me dedicó aquella sonrisa. Sé que cualquiera hubiera respondido con displicencia, pero sin embargo, igual que los antihéroes, o los derrotados, fue el brillo apagado de sus ojos lo que, de alguna manera, encontró cierta condescendencia en mí. Hablamos de esto y de aquello como si ambos conociésemos un lenguaje único. Podría decirse que congeniamos, era como si tuviese suficiente stock en su almacén de  palabras para decir todo aquello que yo necesitaba oír. Luego fueron los e-mails, la literatura de sus cartas en la que él se convirtió en mi escritor y yo en su lectora. 

Cuando  charlábamos de trabajo su mirada era todavía más triste, describía la oficina como ese lugar en el que la vida pasa de largo, allí donde el mundo le mira con indiferencia mientras en su pantalla se amontonan cifras, gráficas y cartas dirigidas a vidas inexistentes. Un día me dijo que tenía un plan, el mejor de sus planes, un milagro, un golpe de gracia por el que sería reconocido como un vencedor y que, tal vez, podría revelarme en alguna ocasión.

Al escuchar estas palabras creí que hablaba de trabajo, algún gesto con el que quizás pudiese comprometer a la empresa, algo que ensalzase a Mauro o, al menos, fomentase su popularidad entre los compañeros, pero no, todo era mucho más sencillo, y pronto tuve la certeza de que hablaba de mí, y es que ese gran plan, ese milagro, era yo. Puede que Mauro no fuese estéticamente perfecto, quizás un poco extravagante en su comportamiento. Pero yo no es que fuese mucho mejor que él, nadie podía imaginar en qué me había convertido, sobre todo desde aquel domingo en el que la vida decidió dejarme sentada para siempre.

El timbre por fin sonó y Amanda se desplazó hasta la puerta. 

-Estoy lista, enseguida bajo .
Como era habitual, tardó unos minutos. Pero allí estaba Mauro, agradeciendo su llegada con un pequeño ramo de margaritas mientras observaba como se acercaba hacia él.

- Disculpa el retraso -dijo ella- se me hace duro desde el accidente.

Mauro contestó con una mueca, una especie de onomatopeya en la que le mandaba callar. Luego giró alrededor de Amanda, apretó fuertemente el plástico de la empuñadura de la silla y cogió impulso.

- ¡Agárrate! ¡Todo a estribor!

Amanda sintió el aire como una nube de seda en el viento. Corría una ligera brisa. Estaba atardeciendo y el sol se colaba entre los árboles. Era primavera y la luz dotaba a las ramas de un aspecto delicado. Esa noche habría luna llena.