domingo, 13 de julio de 2014

Tornillos de estrella IV


Desde el otro andén observas como huye de la ciudad hostil el tren de Almería. Quisieras ser polizón entre maletas de colores, sombrillas, chancletas, alpargatas y zapatillas de cáñamo. El viento del tren mueve las hojas secas como el mar mueve la arena. Y escapar del oleaje de los días: cerrar los ojos para recordar el mar.

Salimos del agua.  El tacto suave de las toallas de playa te reconforta. Hace calor. La felicidad baña tu boca salada, tus brazos salados, tus piernas saladas. Nos ha unida la misma fuerza que une la luna y el mar. Olvidemos el tiempo. Los segundos se confunden con los siglos y los siglos con segundos. El sol ha venido a visitarnos, como la esperanza visita al hombre enfermo. Está aquí para acariciarte los arañazos y descomponer la costra que estanca tu sangre. En mis venas la vida es roja de nuevo. 

Estamos tumbados y frescos como melocotones recién pelados, sintiendo esa ligera y resbaladiza corriente eléctrica que dibuja carreteras por los contornos de la piel. Nuestros pies se buscan tímidamente, nuestros brazos se rozan en las fronteras de nuestras toallas. Mi pelo acartonado entre tus dedos que acercan mi cabeza hasta tu hombro. Te siento cerca. Escucho tus latidos entre el ronquido de la espuma blanca, los auriculares del viento que compartimos susurran su melodía.

Huele a bronceador, a pescado fresco de lonja, a salitre, a helados enormes que se hacen pequeños si se comparten entre besos. Conversamos al oído sin nada en concreto: sobre esto, sobre aquello, sobre los días en los que jugábamos a imaginar ciudades en las manchas de gasolina del agua del puerto. Luego silencio, nos reconforta el silencio.

Pasan tres segundos, los fragmentos de tu vida se unen en un instante. Tomas conciencia de que sigues al otro lado del andén y abres los ojos, y sintiéndote demasiado cansado de perder trenes y coger resfriados, observas tu reloj: te faltan diez minutos para llegar tarde a ninguna parte.