miércoles, 27 de febrero de 2013

Nordeste rojo.

 
-¿Sabes qué soy?
-¿Qué eres?-me susurraste.

-Soy sonido, fragmento, 
gota, sacudida,
soy menos que aire, 
sombra y mirada,
soy fuego sin fuego. 
Soy incendio, quemadura tibia,
pálida luz, decorado.
 Tus dedos, mi espejo, 
tu elipsis (mi deseo).
  Insulso deja vu,
rodaja de luna,
 noche sin día. 
Oscuridad cómplice,
mar perdido entre las sábanas
 de tu madrugada de luces
poblando mi distancia 
y tu ausencia.
Tentación suicida 
al final del dique, 
 mirada ingrávida
de espuma y algas
lamiendo nuestro barco varado.
¿Escuchas?, 
el nordeste ruge, 
aullándonos...

-Déjame dormir-dijiste.
-Déjame volar-te contesté.

martes, 19 de febrero de 2013

Los hijos de los hijos de la ira-Ben Clark



PARA poder vivir, nos exigieron
abandonar las ganas de estar vivos.
Todos los formularios, las instancias,
evocaban las uñas amarillas
de un enfermo de cáncer de laringe:
era inútil la voz en la pirámide
sempiterna de impresos.
Vivir certificándonos la vida.
Ese era el reglamento del sistema.
Y olvidar que la Tierra es una sola,
olvidar el derecho a ser errante
sin ser interrogado en una línea.
"El olvido es el arma del gobierno"
Gritaban los borrachos mientras alguien
procuraba su estado de ebriedad.
Vivir, sin darle apenas importancia.
Hasta la última instancia, hasta el último
impreso, preso. Preso.

Ben Clarck- 2006

*Ben Clarck ha sido Bibliotecario, actor, camarero en un barco, portero del bingo, boxeador derrotado, pianista, costalero y británico. 

sábado, 16 de febrero de 2013

Conocimiento del infierno-António Lobo Antunes

(...)Cuando llegué al hospital Miguel Bombarda para iniciar la larga travesía den infierno, no comprobé que la noche desaparece de hecho de la ciudad, de las plazas, de las calles, de los jardines y de los cementerios de la ciudad, para refugiarse en los rincones del psiquiátrico, como los murciélagos en los globos del techo de las enfermerías y en los viejos y desvencijados armarios con medicamentos, en los aparatos de electrochoque, en los cubos con vendas, en las cajas con jeringuillas, hasta que los internados regresan en silencio del comedor y ocupen las camas de hierro sin pintar, el auxiliar gire el conmutador de la luz y ella despliegue el fieltro repulsivo de las alas, el fieltro repulsivo y pegajoso de las alas sobre los hombros acostados que la miran desde las sábanas con una náusea irreprimible. La noche que desaparece de la ciudad estaba en el rostro del enfermo que se ahorcó detrás de los garaje, en los óbitos que verificaba en las horas de guardia, pasando el diafragma helado del estetoscopio por pechos inmóviles como barcos finalmente anclados.

Leer un libro de Lobo Antunes es como leer un inmenso poema. Puedes abrir por cualquier página, detenerte en cualquier pasaje, que las palabras cargadas de intensidad te provocarán un desgarro profundo, una inquietud intensa, angustia sin remedio. Un mundo infernal, desordenado, que el autor enmarca en los pasillos del psiquiátrico. Una confesión poética, el coraje de acusar la deshumanización de los centros psiquiátricos, una desgarradora denuncia de costumbres y prácticas deleznables .

Este libro es de los que debe leerse en total silencio, el lector ha de estar atento, sin ninguna distracción exterior, con lápiz, papel y mucha paciencia, puesto que perderse en los mundos de Lobo Antunes no es demasiado difícil. El autor y psiquiatra portugués, candidato al Nobel, es tal vez menos conocido que Saramago, pero sus historias, por la complejidad de sus personajes y por la cantidad de matices, son incuestionables.

Una voz poderosa, un monólogo desordenado, un loco ausente en un mundo de locos.

Un autor único. Altísima literatura.

Literatura epistolar. Kinshu-Teru Miyamoto



:
(...) Querida Aki.
No he roto ni he tirado las dos cartas tuyas que he recibido. Es más, las he leído. Para ser sincero, cuando recibí el correo tuyo dos meses después de que te pidiera que dejaras de comunicarte conmigo, metí el grueso sobre en el cajón del escritorio y lo dejé allí, sin abrirlo, dos o tres días. No tenía intención de leer la carta ni de contestarte. Pero al final, no pude resistirme a las tácitas señales que emitía el sobre. Después de todo, quería leerla, de modo que la abrí. Mientras leía tu carta, me di cuenta de lo mucho que has cambiado en estos diez años. Me cuesta encontrar palabras para describir cómo o en qué has cambiado, pero desde luego no eres la persona que yo conocí.

Me gustan las cartas. He escrito cartas (luego e-mails) desde niño, el paisaje en blanco del papel siempre ha sido mi mejor escenario para encontrarme con la intimidad de las palabras. En el cara a cara, muchas veces, me siento torpe, desprotegido, siempre he creído que escuchar se me da mejor que contar. 

A veces repaso cartas que envié hace tiempo, de gente que ya he perdido, gente de otras vidas, historias de otros tiempos, y me perecen pequeños relatos que recuerdan a la literatura. Quizá por ello, me ha gustado tanto esta selección de literatura epistolar que la biblioteca municipal nos ha acercado. Desde la correspondencia de Henry Miller y Anaïs Nin, de Profundis de Wilde o cartas de un rehén de Saint-Exúpery   hasta el libro del aire y de las sombras de Gruber pasando por de A para X de John Berger. Un montón de cartas para todos los gustos, de toda naturaleza, entra las que he elegido Kinshu de Teru Miyamoto

Una novela sobre el perdón, la redención, la culpa y el destino, contada en un tono triste que se abre al futuro, al cambio, a la esperanza. Una relación epistolar entre Yasuaki, que aparece gravemente herido en la habitación de un hotel junto a su amante muerta, y Aki, su ex mujer. Diez años después del divorcio, se encuentran por azar en una visita al monte Zaô. 

Miyamoto, amante de la escritura sin grandes estridencias ni excesos literarios, nos transmite un universo de sensaciones que traspasa la barrera de todo aquello que no se puede expresar con palabras. A los lectores extranjeros puede que nos recuerde a Banana Yoshimoto o al Murakami de Tokyo Blues con ciertas influencias en cuanto al tono de Osuma Dazai o el gusto regionalista de Tanikazi. 

Las tragedias personales, la compasión y el karma, son los ingredientes de una novela en la que el lector va desentrañando secretos inusitados del pasado, que condicionan el presente de los personajes que intercambian cartas mientras el rumbo de sus vidas se decide. 

 (...)Era un día de primeros de noviembre (a lo mejor te ríes y te preguntas que va a escribir ahora este engreído...). La mugrienta tapia del puerto se perdía en la distancia zigzagueando, y los chillidos de las gaviotas se mezclaban con el bufido de los motores  diesel de los barcos. Apoyado en la tapia me quedé un rato contemplando el puerto. Cada vez que miraba al mar me invadía una sensación de tristeza y nostalgia por volver a Osaka. Cada vez que miraba el cielo, su grisura me hacía añorar a mis padres fallecidos. Los seres humamos son extrañas criaturas y a veces pueden traer a la memoria cosas triviales del pasado remoto, y recuerdo a una mujer con una toalla envuelta alrededor de la cabeza, que pasó a mi lado en bicicleta con un niño sollozando a su espalda. Por un instante, los ojos del niño se cruzaron con los míos, y aún sigo viendo con todo detalle aquellas pupilas bañadas en lágrimas.
Tan pronto como el llanto estuvo fuera del alcance de mis oídos, vi a Kuyako caminando despacio hacia el puerto, en mi dirección, mientras pasaba la mano por lo alto de la tapia. Paseaba sin prisa, sumida en sus pensamientos, y sólo se detuvo cuando estaba a punto de chocar conmigo. Sorprendida, se me quedó mirando y perdí por completo la serenidad. Aunque estábamos en la misma clase, jamás nos habíamos dirigido la palabra.



sábado, 2 de febrero de 2013

Crepúsculo


Cuando vi a nuestro jefe, con sus dedos deformes y puntiagudos como las agujas de una brújula que ha perdido el norte, sentí miedo. Aporreando con violencia las teclas desgastadas, con la mirada convertida en una mueca descompuesta, alejada de todo aspecto humano, su respiración me recordó a Nosferatu con el rictus de la señorita Rotenmayer. Y recordé la crueldad de las profesoras de piano que golpean con varas de castaño, y me sentí como un alumno de una academia soviética, igual que un aspirante a trapecista de un circo chino.

Frente a mi, con las piernas cruzadas, un trozo de carne peluda brillaba entre el calcetín y el pantalón, y mientras sus zapatos sucios oscilaban con la serenidad de un reloj de arena, yo pensaba levantarme ladrando y morderle los tobillos. Mi jefe vivía anclado en el mundo de los impuestos, las compañías de seguros, las chuletas de cerdo y la contraportada del periódico As. Yo era un superviviente entre cadáveres que el tren (como las olas) arrastraba a las orillas de la ciudad del  hielo. 
Todavía la oficina seguía ardiendo como el purgatorio de los vivos, y él me miraba con sus pupilas vacías como lámparas apagadas. Los contornos de su cara eran una masa viscosa que se extendía alrededor del cuello de su camisa. El gesto curvo de su cabeza era como un globo de helio conectado al mundo por el ridículo hilo de su corbata.
Y allí estaba yo, con el rostro entumecido, pálido, con esa enfermedad en la que los ojos se quedan traslúcidos por la ausencia de sueños, mientras su sonrisa, como un tirachinas, buscaba una víctima hacia la que dirigir su fétido aliento. Era la hora del crepúsculo y, la claridad se quedaba carbonizada mientras una especie de tela de sombra  nos distanciaba ligeramente de las cosas. Los compañeros  comenzaban a alborotarse como los animales enfrentados al peligro cuando la crueldad se destila en las sombras. El silencio vestía de ansiedad los gestos. Era la hora de salir y la vida, húmeda y tierna, inundaba de esperanza el exterior. 
Mi jefe liberaba las tensiones de las tablas numéricas, que arrojaban cifras negativas, lanzando una pelota de goma contra el linóleo. Sus palabras dirigidas al aire me escogieron a mí, el más rezagado en ponerse el abrigo: "Necesito que me hagas un informe y es urgente". Tras la bofetada de su boca, mis ojos quedaron cristalizados en dos enormes heridas que recordaban a las hojas  pisoteadas del otoño. 
 Afuera, en el mundo exterior, el viento desordenaba la vida de aquellos que sonríen, se emborrachan, follan y olvidan, abandonándose a los placeres de las cosas. Reparé en una paloma muerta que yacía en la ventana, mientras las otras palomas, indiferentes, volaban en bandada alrededor de los edificios, y observé a mis compañeros, que se alejaban veloces, una vez más, dispuestos a comenzar el día.