domingo, 29 de mayo de 2016

Balada triste de mayo

                    
foto: elvocero.com


                                             A mi abuela.

Hubo heladerías, tartas de cumpleaños
y bufandas de lana.
Era el blanco y negro de los televisores
el fotograma que ardía en tu vida.
El retrato en sepia de mi abuelo
que llevabas contigo
en aquel tren con el que cruzabas
al otro lado de España
también formó parte de mi infancia.
Las manos te olían a pescado
y los escaparates de las zapaterías
dibujaban los rasgos de tu serenidad.
También hubo inviernos en los que
te interponías a mi padre
que me indultaba de alguna bofetada
cuando la luna desde mi ventana
 me velaba con tus ojos
aquellas noches que avanzaban con paciencia
y yo llegaba demasiado tarde.
De la guerra no quisiste hablarnos demasiado
sólo que fuiste padre y madre de mi madre.
Recuerdo la foto en la que comencé a ser marinero,
los candelabros
y el nacimiento de algunos primos en tus estanterías.
Tuviste algunas rosas en ese patio
donde te he visto llorar algunas veces
cuando el destino era como la soledad
que describían tus ojos.
En los últimos tiempos
se apresuró el mundo
 y yo te decía: "prometo llamarte más"
aunque desde entonces
sólo despedimos juntos algunos años.
La alegría te desbordó
cuando tu bisnieta se sentó
por primera vez sobre tus rodillas.
Volviste a Madrid,
-esta ciudad de la que nadie vuelve-
y Madrid se quedó contigo para siempre.
Empezaste a morirte un 20 de mayo
y una quietud rodeaba tu frente,
pero tu cuerpo se negaba a creer
que la muerte está
entre las leyes de la vida.
Era tan solo hace unos días
cuando tus 94 se apagaban en mis dedos
y tú ya no parecías mi abuela
sino tan sólo el rictus clavado
de quien se abandona
a la suerte de una historia muda.
Sentí el final del horizonte
en las grietas de tus manos,
mi madre que
ni siquiera pudo despedirte dignamente
lloraba a escondidas.
Y te fuiste, abandonaste esa habitación
de luces tan pálidas como tu nombre
sobre el papel amarillento de Interfunerarias
frente al que discutíamos
porque nadie quería hacerse cargo de tus recuerdos.
Ahora eres las baldosas rotas de una casa vacía,
el lenguaje de ganchillo blanco de una mesa,
dos hermanos, un notario,
los trastornos de un mal seguro de decesos.
Ahora eres los tranquilizantes de mi madre,
el recuerdo que reposa sobre la perdida,
la extinción, la sombra, la huella,
parte de una noche
que termina en este poema
con el que pretendo
recordarte
para siempre.

jueves, 5 de mayo de 2016

Poema generacional





Levantarse a las nueve los sábados. 
Tener pastillas en el cajón en lugar de preservativos.  
Llevar el reloj adelantado y contratar un seguro de vida. 
Asistir al dentista, hacerse una quiropodia.  
Mostrarte al mundo con una foto de tu sobrina.
Estar cansado, descubrir la realidad tal como es 
y pensar en las consecuencias de tus actos.

Hacer cocido los domingos.
Encontrarte un lunar que crece frente al espejo.
Recibir cartas del banco y de la compañía de gas. 
Cambiar la lámpara del baño y los muebles de sitio.
Recordar el cine donde pusieron un Zara. 
Redescubrir el western y los concursos de televisión.
Morir en el sofá los viernes por la noche. 
Sentirte molesto con los ruidos de los vecinos. 
Entender las noticias de economía y abrir una botella de vino tinto.
Dejar el ron para pasar al gin y el rock para pasar al jazz, los albergues por hoteles
 y las web de alquileres por las páginas sobre venta inmobiliaria. 
Perder amigos y encontrar conocidos.
Invertir cada vez menos espacio y tiempo en uno mismo.
Dejar el tabaco, aparcar esa idea romántica del inconformismo.
Domesticar enfermedades crónicas como el desamor y el miedo a la muerte.

Pero creer principalmente y
a pesar de todo que
aceptarse a uno mismo
es la mejor manera
de cambiar el mundo.

(Aquí repito una versión de aquello que un día escribí con letra pequeña).