Lo contrario del amor no es el odio sino la
indiferencia -meditaba Amanda en su monólogo interior mientras pensaba en
Mauro.
Al principio su imagen me traía a la mente un
mundo reinado por las compañías de seguros, las chuletas de cerdo y la
contraportada del periódico As. Le solía llamar Nacho, quizás porque en
esa primera impresión me recordó
a Ignatius, Ignatius Reilly, ese personaje de la "Conjura de los
necios" que podría comerse diez salchichas sin manos, absorbidas
directamente de la bolsa.
Amanda estaba sentada con la mirada perdida en un pequeño
espejo. Su mano sostenía un lápiz de ojos. Frente a ella su pastillero, un vaso
de agua, un pintalabios abierto como un dedo índice decapitado y un papel amarillo
con una mancha de chocolate: una nota.
Mientras se maquillaba, ordenando
sus pensamientos que viajaban en doble dirección, repasaba mentalmente las
palabras que utilizaría en su próxima sesión frente al psiquiatra.
Pero, ¿por qué? ¿Por qué fue Mauro y no otro
el que se coló en mis sueños? Lo recuerdo con exactitud. Estábamos
cenando o quizás era una merienda. A Mauro le gusta merendar. Siempre hay
migas sobre su teclado y, en su cajón, hay suficiente reserva de galletas
de limón como para abastecer a toda la oficina en caso de un ataque nuclear.
Recuerdo que en la mesa no había velas, ni cubiertos
de plata, ni tapones que descorchar, tan sólo mucha comida. Mauro estaba frente
a mí y su cabeza era como un globo de helio que podría flotar y explotarse con
cualquier objeto punzante. Mantenía las
piernas cruzadas cuando reparé en un trozo de carne peluda que brillaba entre
el calcetín y el pantalón, y mientras retorcía con los pies sus zapatos sucios,
yo pensaba levantarme ladrando y morderle los tobillos, pero en lugar de eso,
dejé atrás mi silla y conseguí dar tres pasos.
-"¡Amanda!" -pronunció
Mauro como sorprendido- y mi nombre fue como el viento en los labios de un
suicida. Cuando me quise dar cuenta estaba frente a sus ojos que, como gritos
silenciosos de amor, me decían: ¡Bésame! Si de verdad existe el magnetismo,
éste estaba ahí.
Entonces le besé. Apenas duró un
instante, pero fue como una tormenta que entró por las montañas de mis brazos,
una tormenta cuyos truenos provocaron una pequeña sacudida en mis piernas
dormidas. Luego desperté. Desperté igual que David tras vencer a Goliat, igual
que un nadador capaz de terminar a nado una travesía contra la corriente del
río más poderoso.
Podría decirse que Nacho, digo
Mauro, desordenó el puzle de muerte de mis sueños. Sí, la muerte, esa muerte
que como un barco alcanza mis costas a oscuras, la misma muerte que de un
tiempo a esta parte hiela mis noches y se presenta como una pesadilla que
separa mis días. Siempre la misma pesadilla: Venus brillando, el motor de un
coche rugiendo por las serpenteantes carreteras de la costa, un animal -mitad
oso y mitad lobo- entre el coche y la luna, luego el impacto, el vértigo tras ver durante
unos instantes toda mi pasado cruzando las pantallas de mi frente hasta
que finalmente despierto sobresaltada, aullando, para luego estirar un brazo
hasta alcanzar el frasco de las pastillas.
Amanda separó los ojos del pequeño espejo para descender hacía el papel
amarillento: “la nota”, que
volvió a leer como quién intenta descifrar algún mensaje en ese espacio que
queda entre las palabras:
Tengo un plan. ¿Cenamos esta noche?
Luego fijó sus ojos en la mancha de chocolate reavivando, una vez más, su
monólogo interior.
Así es Mauro, como esta nota –pensó- o como la mancha de chocolate de esta
nota: un poco de dulzura bajo una masa viscosa.
Recuerdo cuando hablamos por primera vez, fue en la sala de descanso. Tan
solo unos minutos. Yo estaba sola. Clavada como siempre en mi silla. Mauro
luchaba contra la máquina dispensadora de chocolatinas y perdió la guerra, entonces me
dedicó aquella sonrisa. Sé que cualquiera hubiera respondido con displicencia,
pero sin embargo, igual que los antihéroes, o los derrotados, fue el brillo
apagado de sus ojos lo que, de alguna manera, encontró cierta condescendencia
en mí. Hablamos de esto y de aquello como si ambos conociésemos un lenguaje
único. Podría decirse que congeniamos, era como si tuviese suficiente stock en
su almacén de palabras para decir todo aquello que yo necesitaba oír.
Luego fueron los e-mails, la literatura de sus cartas en la que él se convirtió
en mi escritor y yo en su lectora.
Cuando charlábamos de trabajo su mirada era
todavía más triste, describía la oficina como ese lugar en el que la vida pasa
de largo, allí donde el mundo le mira con indiferencia mientras en su pantalla
se amontonan cifras, gráficas y cartas dirigidas a vidas inexistentes. Un día
me dijo que tenía un plan, el mejor de sus planes, un milagro, un golpe de
gracia por el que sería reconocido como un vencedor y que, tal vez, podría
revelarme en alguna ocasión.
Al escuchar estas palabras creí que hablaba de
trabajo, algún gesto con el que quizás pudiese comprometer a la empresa, algo
que ensalzase a Mauro o, al menos, fomentase su popularidad entre los
compañeros, pero no, todo era mucho más sencillo, y pronto tuve la certeza de
que hablaba de mí, y es que ese gran plan, ese milagro, era yo. Puede que Mauro
no fuese estéticamente perfecto, quizás un poco extravagante en su
comportamiento. Pero yo no es que fuese mucho mejor que él, nadie podía
imaginar en qué me había convertido, sobre todo desde aquel domingo en el
que la vida decidió dejarme sentada para siempre.
El timbre por fin sonó y Amanda se
desplazó hasta la puerta.
-Estoy lista, enseguida bajo
.
Como era habitual, tardó unos
minutos. Pero allí estaba Mauro, agradeciendo su llegada con un pequeño ramo de
margaritas mientras observaba como se acercaba hacia él.
- Disculpa el retraso -dijo ella-
se me hace duro desde el accidente.
Mauro contestó con una mueca, una especie de onomatopeya en la que le mandaba
callar. Luego giró alrededor de Amanda, apretó fuertemente el plástico de la
empuñadura de la silla y cogió impulso.
- ¡Agárrate! ¡Todo a estribor!
Amanda sintió el aire como una nube de seda en el
viento. Corría una ligera brisa. Estaba atardeciendo y el sol se colaba entre
los árboles. Era primavera y la luz dotaba a las ramas de un aspecto delicado.
Esa noche habría luna llena.