Nadaba con entusiasmo, como si tomase lecciones de danza para otra vida, como si el mar fuese un futuro a punto de extinguirse. Se dejaba llevar por las pequeñas corrientes, incluso en algún momentos deseó morir en aquel lugar. Cuando salía del agua, con la piel resbaladiza como un melocotón recién pelado, se recostaba bajo la caricia del sol. Dormido parecía feliz, la aureola de su pelo le dotaba de un aspecto mezcla de ahogado y ángel que acababa de beberse la eternidad, luego observaba como los reflejos metálicos del sol partían el mar en dos hasta que la oscuridad se llevaba las horas lentamente. La luz reverberaba en las baldosas, la gente reía mientras el ocaso inundaba el horizonte. En la ducha se quitaba el salitre acumulado en las cejas. Las palabras brillaban, el universo latía. En aquellos días el optimismo bailaba en su mente, lo inundaba todo: el ahora y el nunca.
Pero el tiempo cayó como una pena de muerte, y sonó ese viejo despertador, y la ciudad volvió delimitando el aire, y cuando caminaba: prisionero de la transparencia, entre los edificios y la publicidad, se sintió perseguido por la imagen del vacío. Tuvo la misma sensación en aquel tren lleno de cuerpos encogidos, arrinconados en la piel de los vagones retorciéndose y encorvándose mientras la vida se escurría a pequeños intervalos. Eran extraños conocidos, resignadas marionetas de sangre presentes en las superficies del pánico y el aburrimiento, del coma y la serenidad.
Al final de la tarde se recostó en el enlosado de la cocina, y mientras escuchaba el rugir del estómago en su nevera vacía, repasó los múltiples sentidos de la vida, y el día se apagaba y la nausea ganaba terreno, y su cuerpo estalló contra el infinito. Miles de pensamientos de vida desfragmentados se acurrucaban en la posición eterna del vencido: recordándo. (nos)