lunes, 14 de marzo de 2016

La primera cita



(Le odias pero, a la vez, te sientes extrañamente atraída por él. En tu mesa de trabajo encuentras nota que dice: "Te invito a cenar") . Bajo estas directrices escribí, ya hace tiempo, este texto para un taller de literatura impartido por la escritora Izara Batres.

Lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia -meditaba Amanda en su monólogo interior mientras pensaba en Mauro.

 Al principio su imagen me traía a la mente un mundo reinado por las compañías de seguros, las chuletas de cerdo y la contraportada del periódico As. Le solía llamar Nacho, quizás porque en esa primera impresión me recordó a Ignatius, Ignatius Reilly, ese personaje de la "Conjura de los necios" que podría comerse diez salchichas sin manos, absorbidas directamente de la bolsa. 

 Amanda estaba  sentada  con la mirada perdida en un pequeño espejo. Su mano sostenía un lápiz de ojos. Frente a ella su pastillero, un vaso de agua, un pintalabios abierto como un dedo índice decapitado y un papel amarillo con una mancha de chocolate: una nota.
Mientras se maquillaba, ordenando sus pensamientos que viajaban en doble dirección, repasaba mentalmente las palabras que utilizaría en su próxima sesión frente al psiquiatra.

Pero, ¿por qué? ¿Por qué  fue Mauro y no otro el que se coló en mis sueños? Lo recuerdo con exactitud. Estábamos cenando o quizás era una merienda. A Mauro le gusta merendar. Siempre hay migas sobre su teclado y, en su cajón, hay suficiente reserva de galletas de limón como para abastecer a toda la oficina en caso de un ataque nuclear.
Recuerdo que en la mesa no había velas, ni cubiertos de plata, ni tapones que descorchar, tan sólo mucha comida. Mauro estaba frente a mí y su cabeza era como un globo de helio que podría flotar y explotarse con cualquier objeto punzante. Mantenía las piernas cruzadas cuando reparé en un trozo de carne peluda que brillaba entre el calcetín y el pantalón, y mientras retorcía con los pies sus zapatos sucios, yo pensaba levantarme ladrando y morderle los tobillos, pero en lugar de eso, dejé atrás mi silla y conseguí dar tres pasos. 

-"¡Amanda!" -pronunció Mauro como sorprendido- y mi nombre fue como el viento en los labios de un suicida. Cuando me quise dar cuenta estaba frente a sus ojos que, como gritos silenciosos de amor, me decían: ¡Bésame! Si de verdad existe el magnetismo, éste estaba ahí. 

Entonces le besé. Apenas duró un instante, pero fue como una tormenta que entró por las montañas de mis brazos, una tormenta cuyos truenos provocaron una pequeña sacudida en mis piernas dormidas. Luego desperté. Desperté igual que David tras vencer a Goliat, igual que un nadador capaz de terminar a nado una travesía contra la corriente del río más poderoso.
Podría decirse que Nacho, digo Mauro, desordenó el puzle de muerte de mis sueños. Sí, la muerte, esa muerte que como un barco alcanza mis costas a oscuras, la misma muerte que de un tiempo a esta parte hiela mis noches y se presenta como una pesadilla que separa mis días. Siempre la misma pesadilla: Venus brillando, el motor de un coche rugiendo por las serpenteantes carreteras de la costa, un animal -mitad oso y mitad lobo- entre el coche y la luna, luego el impacto, el vértigo tras ver durante unos instantes toda mi pasado cruzando las pantallas de mi frente hasta que finalmente despierto sobresaltada, aullando, para luego estirar un brazo hasta alcanzar el frasco de las pastillas.

Amanda separó los ojos del pequeño espejo para descender hacía el papel amarillento: “la nota”, que volvió a leer como quién intenta descifrar algún mensaje en ese espacio que queda entre las palabras:

Tengo un plan. ¿Cenamos esta noche?

Luego fijó sus ojos en la mancha de chocolate reavivando, una vez más, su monólogo interior.

Así es Mauro, como esta nota –pensó- o como la mancha de chocolate de esta nota: un poco de dulzura bajo una masa viscosa. 

 Recuerdo cuando hablamos por primera vez, fue en la sala de descanso. Tan solo unos minutos. Yo estaba sola. Clavada como siempre en mi silla. Mauro luchaba contra la máquina dispensadora de chocolatinas  y perdió la guerra, entonces me dedicó aquella sonrisa. Sé que cualquiera hubiera respondido con displicencia, pero sin embargo, igual que los antihéroes, o los derrotados, fue el brillo apagado de sus ojos lo que, de alguna manera, encontró cierta condescendencia en mí. Hablamos de esto y de aquello como si ambos conociésemos un lenguaje único. Podría decirse que congeniamos, era como si tuviese suficiente stock en su almacén de  palabras para decir todo aquello que yo necesitaba oír. Luego fueron los e-mails, la literatura de sus cartas en la que él se convirtió en mi escritor y yo en su lectora. 

Cuando  charlábamos de trabajo su mirada era todavía más triste, describía la oficina como ese lugar en el que la vida pasa de largo, allí donde el mundo le mira con indiferencia mientras en su pantalla se amontonan cifras, gráficas y cartas dirigidas a vidas inexistentes. Un día me dijo que tenía un plan, el mejor de sus planes, un milagro, un golpe de gracia por el que sería reconocido como un vencedor y que, tal vez, podría revelarme en alguna ocasión.

Al escuchar estas palabras creí que hablaba de trabajo, algún gesto con el que quizás pudiese comprometer a la empresa, algo que ensalzase a Mauro o, al menos, fomentase su popularidad entre los compañeros, pero no, todo era mucho más sencillo, y pronto tuve la certeza de que hablaba de mí, y es que ese gran plan, ese milagro, era yo. Puede que Mauro no fuese estéticamente perfecto, quizás un poco extravagante en su comportamiento. Pero yo no es que fuese mucho mejor que él, nadie podía imaginar en qué me había convertido, sobre todo desde aquel domingo en el que la vida decidió dejarme sentada para siempre.

El timbre por fin sonó y Amanda se desplazó hasta la puerta. 

-Estoy lista, enseguida bajo .
Como era habitual, tardó unos minutos. Pero allí estaba Mauro, agradeciendo su llegada con un pequeño ramo de margaritas mientras observaba como se acercaba hacia él.

- Disculpa el retraso -dijo ella- se me hace duro desde el accidente.

Mauro contestó con una mueca, una especie de onomatopeya en la que le mandaba callar. Luego giró alrededor de Amanda, apretó fuertemente el plástico de la empuñadura de la silla y cogió impulso.

- ¡Agárrate! ¡Todo a estribor!

Amanda sintió el aire como una nube de seda en el viento. Corría una ligera brisa. Estaba atardeciendo y el sol se colaba entre los árboles. Era primavera y la luz dotaba a las ramas de un aspecto delicado. Esa noche habría luna llena.

6 comentarios:

  1. Aunque MAURO chorree de simpleza y gris pegajoso ( si acaso) se comprende muy bien lo que le gusta a AMANDA de él gracias a ti, meencaaantan los dos. Enhorabuena ! muy bueno el relato.

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    1. Me alegro que comprendas la historia. El amor no necesita manual de instrucciones ni convencionalismos.

      Muchas gracias por intervenir, Maria. Saludos :)

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  2. Agárrate!!Todo a estribor!!! Con estas simples palabras nos introduce a ese viaje de sensaciones, bonito relato! Continuará?

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    1. No creo que continúe. Dejamos que sea la imaginación quien describa lo que ocurrió después. Fue divertido escribirlo.

      Muchas gracias como siempre. Un abrazo.

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  3. Me gusta tanto o más como relatas, y esas cartas cargadas de literatura y ese final sorprendente.
    Un abrazo

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    1. Sii a veces era difícil encontrar finales que funcionaran bien para las situación que nos proponían en el taller. Te lo pasarías bien en algo como esto.

      Muchísimas gracias, Sandra. Abrazos.

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