martes, 19 de octubre de 2021

Home

Hace ya varias champús y algunos paquetes de papel de cocina que habitamos esta casa. Las sábanas, como la ropa de cama, han ido perdiendo el olor a suavizante con el que nos recibieron y adquiriendo nuestro olor.

El tiempos se va gastando, como el gel de ducha o el jabón de manos con el que, insistentemente, deshacemos en su espuma la suciedad de las calles.

El espacio pequeño y desnudo, que nos acogió en nuestro primer día, se ha transformado en un hogar a base de cambiar los muebles de sitio, orientar la luz y dotar al salón de una alfombra.

El mimbre mordido de los pufs, las marcas en los rodapiés y las manchas salinas, impresas en la mampara e imposibles de borrar, nos recuerdan que la casa tuvo un pasado.

Así mismo, según pasa el tiempo, el hogar va cobrando vida y forma parte de nuestra unidad familiar. Los quejidos nocturnos de la nevera, el inquietante ruido del aire por la trampilla del baño, el grifo del vecino, la flauta travesera o el bebé que llora forman ya parte de nosotros.

Algunos días reparo en la colección de novelas de Steig Larssen que el casero nos dejó, o descubro cómo los tubos de la calefacción están escondidos entras líneas de las molduras que adornan el techo.

Por las mañanas me despiertan las gaviotas, o las sirenas de los barcos anuncian su partido en el muelle de mis sueños. Se nos ha roto la mesa del salón y el mando a distancia, que ya perdía las pilas constantemente, se empeña en esconderse entre las mantas del sofá. La televisión se ha desintonizado varias veces y las canales, como la vida actual, insisten en agruparse de una forma caótica, siendo imposible encontrar alguna película, o viaje, que nos haga olvidar la decadencia de los informativos.

Las plantas, el musgo que compramos para la mesa de trabajo, tan difícil de cuidar, se mantiene en el aire mientras el primer rayo de luz, que recibe a los días, se asiente en sus hojas. Me relaja la presión cálida del agua, me conmueve el vapor que empaña los cristales del salón, cuando hace frío y las luces del vecindarios, como estrellas de esperanza, permanecen encendidas.

Me entretiene mirar por la ventana, divisar una esquina del mar, intuir la espuma, sentir los iones, oler el ocle.

A menudo vemos a un vecino que fuma frente a su portal, para liberar de humo su casa y de estrés su vida y una vecina, de edad avanzada, nos mira desde su terraza dejando entreabierta la puerta de su salón como si fuese su propia alma, permitiendo así entrever su interior lleno bolsas, trastos y desorden.

Un atardecer fuimos sorprendidos por un temporal de lluvia y un fuerte viento cuyos silbidos, como agudas voces, atravesaban la puerta de la casa. Decidido, bajé las escaleras y me dispuse a cerrar los tragaluces por los que la corriente circulaba como un escalofrío en las heridas. En el acto de cerrar reparé en una ventana del edificio trasero que permitía ver la intimidad de una sala de estar. Había una mesa y varias sillas sobre una tarima confortable. También una estantería repleta libros cuyo paisaje parecía un bosque de sauces y abedules en otoño. La visión me contagió de cierta serenidad, pero también de una irreparable nostalgia por todo aquello que había dejado atrás. Recordé Madrid y la perspectiva de sus tejados, desde la única ventana por la que solía observar los atardeceres, cuando el cielo se sostenía en las alas de los vencejos. La misma ventana por la que, en tantas ocasiones, aplaudimos en nombre del futuro mientras el perfume de la solidaridad quedaba desvanecido en la fragancia de los días. Recuerdo nuestro pequeño refugio de puertas corredizas, armarios revueltos y libros que, rechazados por las estanterías, ocupaban su espacio en todas las mesas de la casa, también recuerdo nuestros cuarenta metros cuadrados de aislamiento en una primavera estéril, sin almendros que floreciesen para nosotros, tumbados buscando en el techo algunas respuestas para tantas preguntas. Bajaba las escaleras y las subía, para estirar las piernas, y tiempo después frente a unos peldaños construidos, quizás con la misma piedra, a kilómetros de distancia de los anteriores recordaba todo aquello. Luego abrí la puerta y allí estabas tú tumbada, sobre la esterilla de yoga, baja la cálida luz de la casa. Había anochecido y parecía que venus brillaba en tus ojos mientras tu mirada me hablaba y yo te respondía también con mis ojos: mi casa es allí donde estés tú.

2020-2021


Dice Spotify que este año han cambiado mis gustos musicales y he conocido 685 nuevos artistas. Era el mes de enero de estos nuevos años veinte que, ya de antemano, habían comenzado no del todo bien cuando nos prometíamos -bajo las mantas- viajar a lugares exóticos. En aquellos días leíamos libros, regalo de reyes, con el entusiasmo de quien comienza algo nuevo. Luego la realidad, como un poema de Iribarren que se acaba cayendo sobre ti con contundencia, consiguió sobrepasarnos y someternos a un estado de cansancio asintomático. Vencidos por el agotamiento, nuestra inquietud por leer libros, escuchar música -o ver películas- acabó reducido a leer algún poema o dormirse a mitad de una serie. Preparábamos bizcochos o hacíamos platos exóticos con curry y cúrcuma que -ni siquiera- éramos capaces de oler y que resultaban insípidos para nuestros adulterados paladares. Las pocas conversaciones que mantuvimos -por videollamada- con algunos amigos nos suponían un esfuerzo titánico, puesto que nuestro cuerpo se desmoronaba en las esquinas del sofá. Conseguimos avanzar, sin salir de casa, a base de convertirnos en relojes de precisión con rutinas de trabajo, yoga y ocho horas de sueño. Aunque mirábamos de reojo -y espaciadamente- los telediarios, conseguimos alimentar nuestro entretenimiento con documentales y viajes que nos hiciesen olvidar ese exceso de información que cabía en la palabra Covid. Reconozco que he cogido miedo a los periódicos, aprensión a los avances informativos y rechazo a las opiniones que intentan, de forma injustificada, encontrar culpables antes que soluciones. Leí hace poco que la estupidez de la gente reside en tener repuestas para todo, o quizás, tratar de hacer ciertas preguntas del todo desacertadas. Mientras tanto muchos artistas y entidades, en una muestra de generosidad sin precedentes nos permitieron entrar en sus vida -hay que tener en cuenta lo fáciles que son de olvidar algunas cuestiones a causa de lo selectivos que somos con ciertos recuerdos-. Con las puertas abiertas de su casa desde Instagram, gente tan dispar como Pájaro Sunrise, que me emocionó cantando en batín “Not forgotten flowers”, o la simpatía de Marwan dándolo todo en su salón mientras hablaba de Madrid, o Glen Hansard con su guitarra rota, se esforzaron por dar cobijo a nuestras vidas en estos tiempos del cólera. También conseguimos atravesar las puertas del Liceu, o suscribirnos sin coste a las óperas del Teatro Real e incluso viajar, desde el sofá, a través de las obras del Thyssen-Bornemisza. A medida que pasó el tiempo, recuperé el olfato y conseguí avanzar en mis lecturas, quizás gracias a Juan Tallón, o a Sara Mesa, o a Jesús Terrés que nos ayudó a volver a creer en el hedonismo. Los directos de Instagram se popularizaron y, desde entonces, pude asistir a presentaciones de libros, o vencer mi miedo escénico a participar en recitales poéticos. Es increíble lo ingenioso que puede resultar la gente con más tiempo libre del habitual, o la inteligencia que existe en el sentido del humor, así mismo, también existen personas sensibles y con una capacidad asombrosa para transmitir -desde la humildad- el lado más puro del ser humano. Nadie que le hubiese conocido olvidará la inagotable luz que puso sobre todas las cosas Miki Naranja, del que se nos hace tan complicado hablar en pasado. Todos sentimos -y sentiremos por mucho tiempo- que se le hizo tarde demasiado pronto. Él sabía tratar la cotidianidad con acierto y hacernos comprender, por ejemplo, cómo te cambia la vida cuando el cáncer de mama se convierte en el de mamá o, en mi caso, el de papá. Pero pasa el tiempo, y no seré el único que echa de menos los aeropuertos, las salas sudorosas de conciertos, revolver libros con derecho a estornudo, la ansiedad antes de la película, la pálida luz sobre las butacas del cine, el olor a palomitas, las poderosas tardes de mesa improvisada, pizzas, pasteles, cómics y golondrinas junto a mi amigo Rubén, las aglomeraciones del museo del Prado, los mercadillos navideños, los pequeñas galerías de arte, los teatros -como el Jovellanos- al que asistí por última vez para revisar la vida de Virginia Woolf, con la preocupación por las distancia y la incomodidad de las mascarillas, prometiendo que vendrán muchos años llenos de cultura.