Susan Carlisle , así aparecía su nombre en
una lista de siniestralidad del Ministerio del Interior, padecía una misteriosa enfermedad que los médicos no podían diagnosticar con precisión. Todas las consultas terminaban con el nombre de un medicamento indescifrable y el teléfono de algún especialista:
un alergólogo, un neurólogo y varios psiquiatras que definieron su patología como un trastorno de la personalidad, originado por la adopción de unas pautas alimenticias inadecuadas.
Todo empezó en el año 1994, un día de
mucho tráfico, en un atasco, detrás de un camión hormigonera. El humo de los
tubos de escape danzaba como una nube de seda hasta traspasar su cuerpo, provocándole estornudos con los que dejaba
escapar su alma. Sintió nauseas, paró el coche, cerró sus ojos, bajó la
ventanilla y, vomitó.
No le dio importancia, hasta que días más
tarde, en el centro comercial, empezó a notar un leve cansancio acompañado de
un calor asfixiante. Se detuvo para recuperar fuerzas en la tercera planta,
cuando de pronto, se agarró a la barandilla. Con la mirada perdida en el caos
ordenado de la multitud, que compraba en las plantas de abajo como un ejército de hormigas haciendo acopio de alimentos, empezó a asfixiarse. La respiración
se hizo cada vez más densa hasta que perdió el conocimiento.
Estuvo poco tiempo en el hospital, pues
pronto reanudó su vida. Intentó sumergirse en el trabajo, y cuando no trabajaba
se imponía rutinas que le ayudaban a olvidarse de sí misma. Sus amigos le
llamaban constantemente, pero no atendía a sus llamadas. Iba al gimnasio para aliviar su sentimiento culpable y, destruir calorías que acumulaba comiendo compulsivamente. Pronto empezó a tener vértigo en
todo momento, miedo a las multitudes, odio a los perfumes, y un temor exagerado
a los sueños, de los que se despertaba bañada en sudor. La televisión disparaba
imágenes deprimentes, escuchar la radio era como vivir una pesadilla íntima, en
primera persona, y los periódicos eran novelas de terror por entregas.
Su habitación era como las secuelas de una guerra, como una explosión llena de
grises, negros, algo de sangre, y en el centro, el cráter de la cabeza en su
almohada. Su cocina también carecía de orden, excepto su nuevo congelador, un modelo inteligente con control electrónico que incluso disponía de contraseña para abrir las puertas, con las que acceder a una fila de postres fríos, perfectamente alineados, como si fuesen una hilera de coches de colores en
un aparcamiento subterráneo. El calor le asfixiaba y atiborrada de grandes dosis de chocolate, sufrió otra crisis de
ansiedad.
Meses después, le molestaba la luz y la
oscuridad en aquel hospital con olor a la lejía de la soledad, lleno de lunáticos
con pañales putrefactos que gritaban sin cesar, hasta que les inyectaban un
poco de olvido. Su pena luchaba atrapada en una camisa de fuerza, mientras las
pastillas marcaban el rumbo de sus sensaciones controladas por los médicos.
Cuando su cuerpo se había
adecuado al sufrimiento como si fuese una condición de la existencia, le
mandaron a casa- ese lugar inhabitable- donde a duras penas continuó su
prueba piloto de vivir durante un tiempo.
Un día, en el que el verano y el calor le ahogaban, comenzó a padecer una
recaída. Sus pies descalzos, que acababan de pisar el agua derramada con
la que se tomaba el Prozak, dejaron
una estela de huellas en dirección a la cocina. Su pequeño cuerpo dudó un
instante frente al congelador, más vacío que de costumbre para su capacidad
de almacenamiento. Marcó la contraseña, abrió la puerta y, excitada, arrancó los estantes como si fuesen una camisa en
pleno acto de lujuria. Primero un pie, luego otro, entró y cerró la puerta.
Cerró los ojos y descubrió como, sobre el interior de su frente, su vida se
proyectada en imágenes como en un cine.
Allí dentro olía a muerte limpia, helada y en dos pastillas pasado,
presente y futuro se reconciliaron mientras su vida continuaba fotograma a
fotograma. Repasó los buenos tiempos: su infancia feliz, sus paseos descalza en primavera, el recuerdo lejano de su primer amor.También todo aquello que le quedaba por hacer: sus proyectos aparcados, sus sueños perseguidos que no se habían cumplido. Entonces, una chispa de esperanza alumbró su mente y, lo comprendió todo, quería vivir y comenzó a gritar pidiendo auxilio, pero era demasiado tarde y, su voz y sus golpes, paulatinamente, comenzaban a quedarse sin fuerzas mientras la vida huía por carreteras heladas. Horas más tarde, la imagen se congeló. Una cifra encriptada en su mente surgió como una revelación: 1994. El año en que todo había comenzado y, también la contraseña para recordar su enfermedad cada vez que abría la nevera haciendo imposible la apertura de la puerta desde su interior.
*Mi estreno en el taller de escritura, con un final distinto tras la corrección.
*Mi estreno en el taller de escritura, con un final distinto tras la corrección.
Ese taller promete.
ResponderEliminarEnhorabuena, gran estreno!
Muchos nervios en el estreno.
ResponderEliminarA ver que tal. Ya te contaré.
Besos.
Un escalofrío.
ResponderEliminarY una forma intensa de comenzar...
(Mil gracias por tu paso por mi blog).
Yo también me quedo por aquí.
K. Diminutayazul: Iré a tu blog siempre que necesite el mar..
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