La nostalgia es observar el ocaso
hundiéndose al oeste de la ciudad
y llorar entre el hormigón de los edificios
herido por la picadura de nadie,
con las rodillas abrazadas
al epicentro del vacío.
La nostalgia es caminar
por la ininterrunpida oxidación de la Gran Vía,
como un condenado al silencio,
mientras el tráfico ilumina la noche
limitando los contornos
de una herida oscura.
La nostalgia es el esquivo reflejo
de escaparates cerrados.
El césped estéril
de la primavera que piso.
El descontrolado vértigo de la luna:
cementerio de perros muertos, vagabundos y putas.
La nostalgia es un territorio
de demonios luminosos,
una novela de Murakami, una canción, unos fideos fríos,
un pasaje al invierno: invisible destino
para matar el hambre.
La nostalgia es un mundo subterráneo,
un remolino de gritos extinguidos,
un estornudo asmático: dolor y náusea
de codos, zapatos y puertas
trazando las líneas de la fatiga.
La nostalgia es el camino de vuelta:
incondicional refugio de la muerte,
desolada residencia del lenguaje que asfixia,
cuando las palabras queman
y el poema arde.