domingo, 4 de diciembre de 2011

La desgracia te salva de la desgracia....



Es de noche. Acabas de salir del restaurante donde trabajas tras limpiar una plancha grasienta. Durante el camino de vuelta mantienes una acalorada conversación interior. Ese tipo de conversación en la que el soplido de las digresiones hace girar los pensamientos, hacia la espiral de la autodestrucción. Tu corazón se abre ante las cosas tan horribles que llevas dentro, apiadándose de ti misma.

Me siento sucia-dices muy bajito-. Debería ir al dentista, casi no puedo masticar con esta muela partida. Ni siquiera tengo tiempo para coserme los botones del abrigo, ni dinero para comprar uno nuevo. No tengo i-pod, ni i-phone, ni nada que empiece por i-,  excepto i-deas para odiar. Mis zapatillas están rotas, los vaqueros descosidos. ¡Hace tanto que no me maquillo! ¿Y mis uñas? Mis uñas tienen el aspecto de una pared descascarillada...

Las puertas abiertas de tu corazón se cierran violentamente. La conversación se detiene. Has llegado a la calle donde vives, de madrugada. Un camión de bomberos es el primer contacto visual con la realidad de tu barrio. Hay un murmullo en el ambiente mezcla de conversaciones entrelazadas con el  mecánico sonido de los transmisores de la policía . Los tonos pálidos de la noche se iluminan de un color parpadeante. En las ventanas florecen pijamas de colores. Un ejército de vecinas con batas de guatiné y zapatillas de paño te reciben, junto con algún curioso que nadie sabe porqué está presente en la calle tan tarde. En sus caras se ve dibujado un rictus de empatía premeditadamente desmedida, como si realmente tuviesen que esconder cierta sensación de alivio. Las presunciones en voz alta, las conjeturas, las explicaciones innecesarias, las frases condicionales dan imagen y sonido a la desgracia ajena, maquillando la insolidaridad de aparente preocupación. Algunos de los vecinos incluso no parecen aparentar nada, como si estuviesen leyendo esas revistas en las que se encarecen los defectos de los famosos.

Dicen que acababan de enviar al niño a vivir con sus abuelos a China. Seguro que el incendio fue provocado por algún vecino, harto de que les vendieran litronas a esos yonquis que no dejan de hacer ruido-escuchas murmurar a alguien-.

Ajena a todos los acontecimientos, con la mirada perdida en el recorrido ascendente del humo, surgiendo de los cimientos de la pequeña tienda de ultramarinos de los Feng, sigues caminando.  Introduces la llave. La puerta de tu portal se abre . Durante unos segundos piensas que todo podría haber sido peor, que podría haber sido tu casa. Pero no lo es.

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