El nihilismo (del latín nihil, "nada") es la doctrina filosófica que sugiere la negación de uno o más de los supuestos sentidos de la vida. Más frecuentemente, el nihilismo se presenta en la forma de nihilismo existencial, el cual sostiene que la vida carece de significado objetivo, propósito, o valor intrínseco.
Todas las tardes, la plaza que veo desde mi ventana se convierte en un improvisado campo de fútbol. Un padre y un niño tienen una sesión de entrenamiento. Escuchar el discurso de su padre con el balón sobre la tiza blanca del penalti, símbolo de la victoria o el fracaso, del triunfo o la caída, de la gloria o la muerte, es algo cercano a lo místico.
-Crees que Messi dudaría un instante-dice el padre con cierta tensión gratuita, pero apasionada.
Tanta pasión para nada-pienso-mientras la digresión me transporta a un capítulo del libro de Julio Llamazares con dicho título, que hace honor al nihilismo que nos condena, cuando las pasiones no son capaces de consumir toda nuestra energía, al descubrir que la vida, en muchos momentos, se convierte en un concepto inútil.
Sigo hablando de Fútbol, aunque no sea aficionado desde hace mucho. Tal vez desde el día que descubrí que el fútbol y la política tienen caminos paralelos, e idénticos destinos, condenados a lo bidimensional.
Tal vez me dejó de gustar en los años 90, con el penalty de Djukic.
En aquella época el Deportivo era la representación de lo justo. La victoria de lo humilde frente a los poderosos. La revolución de la modestia como un arma frente a la altivez y ostentación de los grandes. Eran buenos tiempos, era otra vida, otra ciudad empaquetada en la perspectiva de la distancia, y tal vez el éxito del deportivo, era la culminación de que las cosas iban bien.
Un sentimiento reconfortante cobró vida, una especie de espíritu conciliador que nos mantenía unidos por encimas de las circunstancias y que reducía a trivialidad los problemas cotidianos. Una sensación de comunión brotando entre la gente. No he vivido nada parecido hasta el 15-m en la puerta del sol.
La gente estaba feliz, una aureola de optimismo tiñó el mundo de azul y blanco. Las pescaderas cantaban. No importaba el tráfico ni los atascos provocados por unas hormigoneras pintadas con los colores del Deportivo. Incluso yo hice acopio de una bufando con los colores de mi equipo. Cada partido era un acontecimiento social. Cada resultado, un pequeño paso adelante que desembocaba en celebración.
Llego el día más importante y decisivo en la historia del deportivo. Las familias se reunieron dialogantes frente al eco de los televisores a todo volumen. No sólo era el campeonato lo que se jugaba el deportivo, eso era lo de menos, más bien era el orgullo de una ciudad lo que el equipo se jugaba en una sola carta.
El partido iba avanzando y el ambiente festivo iba desapareciendo, a la vez que un rictus de tensión cubría nuestras miradas. La derrota, el conformismo, hicieron acto de presencia como un fantasma que nos condenaba al silencio. Entonces ocurrió y el árbitro pitó penalti. Primero un rugido ensordecedor estalló cubriendo las calles con su acústica. Sonaron petardos, la celebración estaba a un paso, luego un silencio nervioso, algunos ni siquiera quisieron mirar a los ojos del televisor que tenía la respuesta en unos segundos, otros se santiguaban agradeciendo al cielo su benevolencia. Djukic, se convertía en el niño de la plaza que veo desde mi ventana.
"Mientras recorría el campo sus compañeros le daban consejos contradictorios:¡por la derecha!, ¡por la izquierda!, ¡colócala!, ¡a romper!..., durante esos momentos , perdido entre las brumas de su memoria estaban los balones que su padre le pinchaba para que estudiara en vez de jugar al fútbol, o la bicicleta que aquél le fabricó con trozos de otras viejas para que pudiera ir a entrenar a Sabac.
Cuando el árbitro le dió el balón, Djukic no tenía otra elección. Lo apretó con sus manos, como hacía siempre, para asegurarse que tenía aire. Aunque al que le faltaba el aire era a él. Sentía como si el pecho se le cerrase a medida que se acercaba el momento.
El pitido del arbitro sonó ordenando el lanzamiento. Djukic, ya no podía pensar, era tarde para todo. Le dio al balón, sin mirarlo, como si le pegara al aire..ni siquiera vio adónde iba, sólo vio que el campo de nuevo comenzó a rugir, y el portero del Valencia se levantaba como un resorte y comenzaba a dar saltos mientras sus compañeros le rodeaban alborozados..."
Sentí la sensación de la derrota como Djukic, con las rodillas hincadas en el suelo, con las manos en la cabeza, como un boxeador hundido, sepultado por los golpes de la vida. Mi hermano pequeño lloraba, los vecinos gritaban, la gente se amontonaba en las calles con sus caras pintados con el color azul del fracaso, algunos incluso, dominados por la ira, golpeaban todo aquello que encontraban a su paso. Otros se abrazaban. Y unos pocos, como mi padre, como el padre de Djukic, como LLamazares, escépticos, reducían todo el sentimiento a una frase: tanta pasión para nada.
Por suerte, en esta vida de altos y bajos, siempre habrá algo que nos haga vivir con pasión, sólo hay que rebuscar dentro. La inquietud es el motor...
Fantástico este libro. Tu reseña me ha traído recuerdos...
ResponderEliminarEl libro tiene otros relatos muy buenos que desembocan en la misma conclusión, pero este del penalty de Djukic lo viví relativamente cerca.
ResponderEliminarA mi también me ha encantado el libro. Gracias por comentar.