martes, 21 de agosto de 2012

Pájaros ciegos....de nuevo.



Hoy he vuelto a salir de casa sin lentillas, y me he acordado de este fragmento que escribí la ultima vez que ésto me ocurrió, más o menos el verano pasado.

Tardó unos segundos en darse cuenta, ese día su cerebro recibía las ondas acústicas con más intensidad que otras veces: primero el golpe seco de la puerta al cerrarse, luego el eco de sus piernas bajando por las escaleras hasta llegar al portal, y allí, el persistente sonido de la instalación de la luz, como si un montón de insectos viviesen alojados en el cuarto de contadores. Consiguió distinguir una canción demasiado dulce sonando en la distancia, el crujido de las ramas de un árbol que el viento despeinaba, algún pájaro contando historias, algún perro ladrando, algunos coches rugiendo, un bebé llorando a gritos pidiendo ser amamantado.

Entonces se percató. No llevaba puestas sus lentes de contacto, con las que por lo habitual caminaba lo suficientemente desconfiado, como para no tomar ningún tipo de precaución específica. Pero ahora, alerta, las carencias de su capacidad ocular debían ser suplidas por la imaginación.

Durante un instante percibió el mundo como un ente desenfocado. Las personas tan sólo eran imágenes borrosas, manchas de colores, predominantemente rojas, azules y verdes. Da igual si eran hombres, mujeres, verdugos, poetas, turistas extranjeros, vendedores ambulantes de cerveza y comida china, rubias con gafas de sol y bolsas de Zara. Todos eran seres de rostro plano, como esculturas románicas. Idénticos, como si sólo existiese un mismo patrón adoptando formas semejantes.

Descubrió también que las escenas cotidianas habían perdido la naturalidad con la que estaban concebidas para convertirse en escenas cargadas de automatismo. Los besos, los abrazos parecían actos mecánicos que carecían de sentido. Casi nadie se rozaba. Sin contacto, las personas se movían lo adecuadamente posible para conquistar espacios vacíos. Había demasiados caminos, demasiadas opciones, pero la mayoría escogían caminar por el mismo lugar. A medida que sus ojos se adecuaban a las carencias, su mirada le empezaba a jugar malas pasadas, como espejismos. Las sombras eran manifestaciones mentales de imágenes relacionadas con la realidad, que surgían involuntariamente de la nada, desplegándose con libertad en algún lugar de la frontera entre sueños y recuerdos.


Mientras caminaba haciendo el recorrido de siempre, sus ojos fueron adaptándose a la luz de las calles, extrañamente conocidas, teñidas del color grisáceo de las aceras. Los estímulos luminosos eran ingredientes ligeros con los que interpretar el entorno. Habían llegado a un grado de visión casi óptima, en la que sus ojos únicamente eran incapaces de filtrar los matices de las cosas. Igual que la vejez o las cicatrices de la madurez, la belleza era desconocida, aunque percibía su sentimiento, algo parecido a una sensación placentera que tenía que ver quizá con la simetría.

Subió al autobús, era el numero 521. Por la ventanilla descubrió el reflejo borroso del movimiento, también observó que había manchas en los cristales de aquellos que tal vez horas atrás, habían apoyado sus cabezas todavía húmedas para recibir el día con un sueño. Finalmente recuperó la visión. Algo le despertó en caso de que en realidad todo hubiese sido un sueño. Tuvo miedo al ver su propia imagen en los cristales. Algo era distinto. No eran sus facciones angulosas, no eran sus enormes ojos hundidos que trabajaban a marchas forzadas, no era su pelo revuelto, ni su ancha nariz, era algo que le recordaba a sí mismo: estaba recién afeitado.

FOTO: ARTUROCANCINO


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