Asistí desde muy temprana edad, desde un lugar privilegiado, a la puesta en práctica del siempre popular arte del insulto. Algunas de las mujeres de mi calle, tenían la saludable costumbre de arreglar sus diferencias asomándose a los balcones de sus casas, después de ponerse a ventilar las sábanas conyugales de sus vecinas, sacudiendo piedras encima. Más adelante, hube de vérmelas con el vocabulario de una cantidad considerable de hijos de puta de toda clase y condición.
Con esto quiero decir que, si la ocasión lo requiere, no soy de los que se lavan la boca con jabón: soy de los que escupen. Soy de los que escupen las palabras más dañinas si de lo que se trata, si de lo que estamos hablando es de causarle a alguien, a quien sea, el mayor daño emocional posible.
Pero es ahora, a mi edad,cuando por fin acierto a entenderlo: el insulto, el peor insulto,es decirle a la otra persona, y decírselo mirando a los ojos.
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