(...)Ella había nacido con malos precedentes y ahora parecía una hija de no-sé-qué con aire de pedir disculpas por no ocupar un espacio. En el espejo, distraída, examinó de cerca las manchas de su cara. En Alagoas se llamaban panos, decían que venían del hígado. Ocultaba las manchas con una capa espesa de polvo blanco y, si se veía medio revocada, era mejor que verse pardusca. Toda ella estaba un poco sucia, porque raro era que se lavase. De día llevaba la falda y blusa y de noche dormía con la enagua. Una compañera de cuarto no sabía cómo advertirle que olía a mugre. Y como no sabía, se quedó en eso, porque tenía miedo de ofenderla. Nada en ella era iridiscente, aun cuando la piel de su cara tuviese entre las manchas un ligero brillo de ópalo. Pero no importaba. Nadie la miraba en la cale, ella era café frío.
Así pasaba el tiempo para esta chica. Se sonaba la nariz en el dobladillo de la enagua. No tenía esa cosa delicada que se llama encanto. Sólo yo la veo encantadora. Sólo yo, su autor, la amo. Sufro por ella. Y sólo yo puedo decirle así: "¿Qué habrá que me pidas llorando y yo no te dé cantando?" Esa muchacha no sabía que ella era lo que era, tal como un cachorro no sabe que es cachorro. Por eso no se sentía infeliz. Lo único que quería era vivir. No sabía para qué, no se lo preguntaba. Quien sabe, tal vez encontraba que había una ínfima gloria en vivir. Pensaba que una persona está obligada a ser feliz. De modo que lo era. ¿Antes de nacer ella era una idea? ¿Antes de nacer estaba muerta? ¿Y después de nacer iba a morir? Pero qué fina tajada de sandía.
Clarice Lispector.
Hace no mucho escuché hablar mucho y bien de C. Lispector. Alguien dijo que C. Lispector era de lectura obligada para todo aquel que concibe la literatura como algo más que una afición. Leer a Lispector no es fácil, y no todo el mundo está preparado para su lectura-escuché-.
He leído que en sus libros te pierdes. Es inevitable. Porque su obra es una pérdida. Un extravío. La norestina, personaje protagonista de La hora de la estrella, aparece con los rasgos de la víctima perfecta, y, sin embargo, ¿es realmente una víctima o una heroína? Días, nombres y espacios aparecen diluidos en un personaje que se alimenta constantemente en su propia debilidad. Y esa es su fortaleza.
Ante este panorama comencé a leer a C. Lispector predispuesto a no comprender, pero finalmente, adentrarse por las enredaderas de su mundo ha sido una agradable expedición. Sus palabras convertidas en imágenes, su impacto lírico, su complicada estructura formal y ese narrador extraño del que podría debatirse durante horas, son las claves de esta autora. Pasadas varias semanas, aún mantengo esa digestión, lo suficientemente pesada como para prolongar la evocación de su nombre en pensamientos a lo largo de la espuma de estos días...
(habrá que profundizar en su obra).