Algunos trabajos fueron duros. Recuerdo muchos: limpiando las engrasadas máquinas de una fábrica, desnudando y vistiendo camiones cargados de todo. Pero nunca olvidaré aquella etapa en la que me alisté como mercenario subcontratado en un ejército, como teleoperador, en un centro de recepción de llamadas.
Aquello fue una guerra de antemano perdida. Estábamos en la primera línea de fuego, en un lugar inmundo parecido a un sótano mal iluminado, que a duras penas cumplía la legislación de seguridad e higiene. Tenía una puerta gris enorme, como la de un garaje que separaba el cielo y el infierno, la frontera entra la vida y la muerte. Allí dentro, los lineales en los que trabajábamos eran como trincheras blancas, como una herida de carne y voces infectadas por el tedio, la miseria y el cólera contenido, quizá consecuencia del miedo. Las llamadas eran como obuses dirigidos a nuestras cabezas cuyas esquirlas provocaban la devastación de nuestras mentes.
Éramos un catálogo heterogéneo de soldados perdidos: amas de casa, tipos duros con formación académica e idiomas, estudiantes trasnochados, gente necesitada en busca de vocación, u otros cuyas circunstancias habían deteriorado sus destinos. Todos llevábamos una doble vida, y ésta no era la que más queríamos.
Para el alto mando sólo eramos un recurso, un mecanismo formado por piezas de un engranaje encargado de desviar las balas, un frágil escudo que les mantenía a salvo del enemigo en algún lugar lejos, en la retaguardia. Nos obligaban a luchar contra el enemigo utilizando el protocolo del servilismo, poniendo en práctica tácticas desfasadas, utilizando fórmulas anodinas para contrarrestar sus ataques, que nos convertían de un plumazo en perdedores. Pero nos encantaba destruirles a base de insultos desgarrados, al aire, que surgían espontáneamente del nudo de nuestras gargantas, del dolor de nuestras almas. Estudiábamos sus hábitos, sus necesidades, su psicología, creamos un lenguaje propio, estratégico y lo suficientemente útil para que agazapados, pudiésemos repeler sus disparos. Llegamos a creer que el enemigo era un ente peligroso, individual, invisible, una única voz que nos torturaba.
La guerra nunca paraba, el resplandor de los disparos revelaba la imagen de nuestros ojos aterrados, con las pupilas reventadas por el destello de los monitores, por el acero de los fuegos artificiales de los teléfonos. A menudo pensábamos en nuestros seres queridos, o en cualquier cosa que recordaba a la vida como si fuese una aparición fugaz.
Al final de cada jornada, los mandos intermedios nos traían los informes del puesto de mando, el recuento de los heridos, de la munición y algunos detalles con respecto al enemigo. Luego, salíamos a la calle, atravesando las fronteras de esa puerta gris hacia el mundo exterior: un inmenso bunker, como un gigantesco refugio donde nos sentíamos a salvo, y desde el que apenas podía apreciarse el rugido del fuego provocado por las explosiones, que ascendían desde aquellos cimientos calcinados, entre pequeñas fábricas semidestruidas y naves industriales. Tardábamos un tiempo en aislarnos de esa guerra, en evadir nuestros pensamientos todavía despeinados por los cascos, caminando al paso de una nueva derrota, sobrecogidos por el silencio después de tanto ruido.
Pronto algunos nos hicimos fuertes, y de nuestras heridas brotaban luciérnagas brillantes. Otros, soñaban con ser heridos, porque una dichosa herida les alejaría de esa maldita guerra, les pondría a salvo de esa batalla absurda a la que estaban vinculados por el amargo hecho de sobrevivir, incluso algunos se refugiaron con el amor de la adversidad, hoy se estremecen más al contarlo que cuando lo vivieron, y recuerdan la guerra como un simple decorado del amor.
No tardamos demasiado en darnos cuenta de que los ataques del enemigo venían directamente provocados por el ejército al que extrañamente representábamos, la guerra era un negocio que enriquecía sólo a unos pocos mientras muchos inocentes sufrían.
Nos revelamos. Incluso provocamos un especie de motín. Hubo despidos, y cada despido era como la muerte que teñía de un rojo rabioso las paredes sucias, los teléfonos desgastados, los lavabos, los papeles cubiertos en llamas.
Comiendo hacinados en aquel garaje con olor mezcla de neumático desgastado y verdura recalentada, entre tuppers de lentejas, conservas y mugrientos microondas hablábamos de esperanza, haciendo promesas de abandonar esta guerra, jurando que nunca volveríamos a vivir algo así, soñando despiertos con el silencio, enterrando la semilla del hastío.
El silencio se hizo un día. Un fallo informático. Una incidencia Y los teléfonos dejaron de funcionar. El enemigo atrapado sin crédito en la peluquería o en los casinos. Un murmullo alto de sonrisas. Los mandos intermedios corriendo por los pasillos. El alto mando con los bolsillos rasgado por la navaja afilada de los minutos.
Aquello fue lo último que recuerdo antes de abandonar la guerra. Hace poco, al otro lado, hice de enemigo. Descubrí que ahora las cosas, son todavía mucho peor.
*foto recogida de la película de animación:VALS CON BASHIR.